Desde hace casi 30 años el científico Emiliano Bruner investiga el cerebro de las especies humanas que nos precedieron, un ámbito difícil en el que pocos trabajan de forma sistemática y que ha convertido a este italiano afincado en España en el paleoneurobiólogo de las mentes extintas.

“Realmente somos muy pocos en el mundo los que nos dedicamos sólo a esto. Yo soy el único que dedica el mismo tiempo a la paleoneurobiología y a la arqueología cognitiva, pero siempre con un ojo en el presente”, explica Bruner en el marco del evento Ciencia Jot Down, que ha tenido lugar este fin de semana en Donostia en colaboración con el Donostia International Physics Center (DIPC).

“Mi interés es entender el proceso evolutivo, porque es necesario para comprendernos a nosotros mismos”, recalca este científico del Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana (CENIEH) de Burgos, afiliado también al Centro de Investigación en Enfermedades Neurológicas (CIEN) de Madrid. Una circunstancia que le ha permitido mantener siempre un “enganche constante” entre la medicina y sus líneas de investigación.

Paradójicamente, la mayor dificultad que encuentra Emiliano para trabajar en ellas se halla en su principal objeto de estudio: los cerebros de unas especies extintas que, al ser órganos blandos, no han dejado fósiles, aunque aún sea posible obtener moldes de ellos a partir de cráneos antiguos.

Este método permite apreciar algunas de sus “proporciones” si bien, según desvela Bruner, él opta principalmente por las “técnicas computerizadas” más avanzadas para “reconstruir la anatomía gruesa del cerebro a partir de la cavidad craneal”.

“Con estos datos se puede analizar el volumen del cerebro, pero también giros y surcos de la corteza, arterias y venas que corren por la superficie cerebral, las proporciones de algunas regiones de interés y la relación geométrica entre cerebro y cráneo”, explica.

El científico italiano admite, no obstante, que la información que obtiene de esta manera resulta “muy pobre”, porque la cavidad endocraneal “no es un cerebro” y sólo permite “analizar elementos macroscópicos”.

A pesar de ello, estos datos se convierten en unas “migajas” de información “preciosísima” porque, según indica, “puedes reconstruir la macroanatomía del cerebro de un neandertal, de un homo erectus o de un austrolopiteco” desde un enfoque “estrictamente anatómico”.

En cualquier caso, la mayor parte de su trabajo, hasta un 90%, se centra en los “humanos modernos vivos” a los que somete a “análisis electrodérmicos”, pruebas de seguimiento visual y test psicométricos con el fin de estudiar también su atención, la “memoria de trabajo” y el “sistema de integración” de la visión con el espacio.

Actividad cerebral

Un trabajo experimental que le ha llevado, por ejemplo, a analizar la actividad cerebral de arqueólogos que practican la talla lítica para compararla con la de otras personas que “no tienen nada que ver” con ella y comprobar qué tipo de habilidad cerebral se asocia con este tipo de trabajo tecnológico.

“De vez en cuando”, con estas técnicas es posible localizar “algún rasgo en los humanos vivos que también puede verse y ser considerarlo en el registro arqueológico o paleontológico”. “Es entonces cuando yo exporto ese estudio desde el mundo presente y lo importo al mundo extinto”, detalla el investigador.

De esta manera, ha llegado a inferencias como la de que los neandertales carecían de la capacidad de meditar, una opinión que va contracorriente del momento actual donde, a su juicio, existe un tendencia “moral y ética en la que parece que hay que decir que los neandertales eran como nosotros”.

Por el contrario, él mantiene que su capacidad de “atención” no estaba tan desarrollada como los humanos modernos.

“Probablemente, un neandertal estaba siempre en su momento presente. No podía meditar porque su capacidad atencional no era tan sostenida, sobre todo no era tan voluntaria como para decidir cuándo encenderla o apagarla, y probablemente tampoco tan consciente” como la nuestra.

En su opinión, estas circunstancias hicieron que los neandertales no pudieran meditar si bien, a su modo de ver, tampoco habrían “necesitado” hacerlo porque seguramente no tenían en sus cabezas “una vocecita interior que los machacara” como en ocasiones nos sucede a nosotros.

“Los neandertales tenían sus emociones buenas y malas, pero vivían en un constante momento presente y con una ventana de su propio ego más pequeña que la nuestra”, elucubra el experto, quien advierte, sin embargo, de que, por el contrario, algunas de las especies humanas que nos precedieron pudieron tener otras “habilidades cognitivas” de las que nosotros carecemos ahora.

“No lo sé con seguridad pero lo sospecho”, recalca el investigador, quien argumenta para ello que ninguna especie pasa “entre un millón y un millón y medio de años”, como en el caso del homo erectus, “sin cambiar”. “En todo ese tiempo tienen que haber desarrollado algunas capacidades que nosotros no hemos llegado a desarrollar”, concluye.